ÉRASE UNA VEZ MI PATRIA, LA INFANCIA

Autor: Eutiquio Cabrerizo - (email: eutiquio@ono.com; http://webs.ono.com/fuentearmegil)

          Los que dejamos un día el sitio donde nacimos, donde sea que vayamos, llevamos las maletas cargadas de olores, de sabores, de sonidos y paisajes de los lugares que habitábamos antes de desterrarnos de la inocencia.
          El olor de los árboles cuando íbamos a merendar a la orilla del río o a la sombra del chopo que se levantaba junto a una fuente o un cubillo. El sabor de las moras recién cogidas de aquel moral que crecía entre aquellas piedras. El sonido de los rebaños cuando volvían a recogerse en el último sol de la tarde derramando notas de balidos y cencerros. Paisajes del campo entero renovándose en cada temporada del año, verdes, rojos, marrones, amarillos y blancos, nacidos directamente de las plantas, los frutos, la tierra, las hojas secas, la nieve..., nunca reproducidos en su autenticidad por ningún medio artificioso.

          Cuando decidimos tomar el camino pensábamos que nos llevaría a una carretera ancha prometedora de una vida mejor sin estrecheces ni quebraderos de cabeza.

          - Allá, en las ciudades, la gente se gana la vida sin romperse el espinazo y sin estar pensando en si truena o llueve.

          Después, pasado el tiempo, sumergidos en el tráfago del tráfico intransitable, a la vez víctimas y verdugos de la exigencia de competir y enfrentarse en el empeño vano de suprimir una barrera, culminar el primero una meta, llegar a final de mes, un día se nos enciende la luz de la cordura como le pasó al Quijote poco antes de morir, y haríamos lo que fuera por recuperar todo lo que perdimos cuando desertamos persiguiendo un sueño, una fantasía, convencidos de que cualquier sitio era mejor que nuestra tierra, y nos equivocamos.

          - En los primeros días de primavera correteábamos por todas las praderas buscando los claveles rojos que salían entre la hierba. También encontrábamos campanillas blancas, que se deshojaban cuando las tocábamos, y muchas flores azules que no cogíamos porque decían que no eran buenas. En los cirates del camino salían miles de margaritas con su corazón de oro y sus alas de estrella. Si uno mordisqueaba una margarita, se le llenaba la boca de una fragancia luminosa, dulce y amarga. De vez en cuando se escuchaba alto y claro la cigüeña haciendo la comida en el nido de la torre de la iglesia.

          Empujados por el vendaval de la nostalgia, una mañana de domingo nos ponemos delante del ordenador y nos zambullimos en la página web de Alcubilla: Olores, sabores, sonidos, paisajes entrañables.

          - Vaya. He tenido suerte. Cerca de aquí está mi casa.

Autor: Eutiquio Cabrerizo Cabrerizo